El Manifiesto de Cartagena (continuación)
Por otra parte, ¿qué país del mundo, por morigerado y republicano que sea, podrá, en
medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan
complicado y débil como el federal? No es posible conservarlo en el tumulto de los
combates y de los partidos. Es preciso que el Gobierno se identifique, por decirlo así, el
carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean . Si éstos
son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si con calamitosos y
turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin
atender a las leyes, ni constituciones, ínterin no se restablece la felicidad y la paz.
Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de la confederación, que lejos de
socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos; y cuando vino el peligro la abandonó a su
suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además, le aumentó sus embarazos
habiéndose empeñado una competencia entre el poder federal y el provincial, que dio
lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la
cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales, o rechazarlos cuando ya
tenían ocupada una gran porción de la Provincia. Esta fatal contestación produjo una
demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en San Carlos sin que
les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer.
Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los
enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos
en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese
puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes
moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre
nosotros, porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente,
y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en
Venezuela una votación libre y acertada, lo que ponía al gobierno en manos de hombres
ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo,
y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra
división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud.
El terremoto del 26 de marzo trastornó, ciertamente, tanto lo físico como lo moral, y
puede llamarse propiamente la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este
mismo suceso habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se
hubiera gobernado entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor
hubiese puesto remedio a los daños, sin trabas ni competencias que retardando el efecto
de las providencias dejaban tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo
incurable.
Si Caracas, en lugar de una confederación lánguida e insubsistente, hubiese establecido
un gobierno sencillo, cual lo requería su situación política y militar, tú existieras ¡Oh
Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad.
La influencia eclesiástica tuvo, después del terremoto, una parte muy considerable en la
sublevación de los lugares y ciudades subalternas, y en la introducción de los enemigos
en el país, abusando sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los
promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar ingenuamente que estos
traidores sacerdotes se animaban a cometer los execrables crímenes de que justamente
se les acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta, la cual hallaba en el
Congreso un escandaloso abrigo, llegando a tal punto esta injusticia que de la
insurrección de la ciudad de Valencia, que costó su pacificación cerca de mil hombres,
no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde, quedando todos con vida, y los mas
con sus bienes.
De lo referido se deduce que entre las causas que han producido la caída de Venezuela,
debe colocarse en primer lugar la naturaleza de su constitución, que, repito, era tan
contraria a sus intereses como favorables a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu
de misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero: la oposición al
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los choques
que le daban los españoles. Cuarto: El terremoto acompañado del fanatismo que logró
sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y últimamente las facciones
internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron descender la patria al
sepulcro.
Estos ejemplos de errores e infortunios no serán enteramente inútiles para los pueblos
de la América meridional, que aspiran a la libertad e independencia.
La Nueva Granada ha visto sucumbir a Venezuela; por consiguiente debe evitar los
escollos que han destrozado a aquella. A este efecto presento como una medida
indispensable para la seguridad de la Nueva Granada la reconquista de Caracas. A
primera vista parecerá este proyecto inconducente, costoso y quizá impracticable; pero
examinando atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es imposible
desconocer su necesidad como dejar de ponerlo en ejecución, probada la utilidad.
Lo primero que se presenta en apoyo de esta operación es el origen de la destrucción de
Caracas, que no fue otro que el desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de
un enemigo que parecía pequeño, y no lo era considerándolo en su verdadera luz.
Coro ciertamente no habría podido nunca entrar en competencia con Caracas, si la
comparamos, en sus fuerzas intrínsecas, con ésta; más como en el orden de las
vicisitudes humanas no es siempre la mayoría de la masa física la que decide, sino que
es la superioridad de la fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no debió
el Gobierno de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación de un
enemigo, que aunque aparentemente débil tenía por auxiliares a la Provincia de
Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro y la cooperación de nuestros
eternos contrarios, los europeos que viven con nosotros; el partido clerical, siempre
adicto a su apoyo y compañero el despotismo; y sobre todo, la opinión inveterada de
cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los límites de nuestros estados. Así fue
que apenas hubo un oficial traidor que llamase al enemigo, cuando se desconcertó la
máquina política, sin que los inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los
defensores de Caracas, lograsen impedir la caída de un edificio ya desplomado por el
golpe que recibió de un solo hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela a la Nueva Granada y formando una proporción,
hallaremos que Coro es a Caracas como Caracas es a la América entera;
consiguientemente el peligro que amenaza a este país está en razón de la anterior
progresión, porque poseyendo la España el territorio de Venezuela, podrá con facilidad
sacarle hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes
experimentados contra los grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde
las Provincias de Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América
meridional.
La España tiene en el día gran número de oficiales generales, ambiciosos y audaces,
acostumbrados a los peligros y a las privaciones, que anhelan por venir aquí, a buscar
un imperio que reemplace el que acaban de perder.
Es muy probable que al expirar la Península, haya una prodigiosa emigración de
hombres de toda clase, y particularmente de cardenales, arzobispos, obispos, canónigos
y clérigos revolucionarios, capaces de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos
estados, sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La
influencia religiosa, el imperio de la dominación civil y militar, y cuantos prestigios
pueden obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos instrumentos de que se
valdrán para someter estas regiones.
Nada se opondrá a la emigración de España. Es verosímil que la Inglaterra proteja la
evasión de un partido que disminuye en parte las fuerzas de Bonaparte en España, y trae
consigo el aumento y permanencia del suyo en América. La Francia no podrá impedirla;
tampoco Norteamérica; y nosotros menos aún pues careciendo todos de una marina
respetable, nuestras tentativas serán vanas.
Estos tránsfugos hallarán ciertamente una favorable acogida en los puertos de
Venezuela, como que vienen a reforzar a los opresores de aquel país y los habilitan de
medios para emprender la conquista de los estados independientes.
Levantarán quince o veinte mil hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes,
oficiales, sargentos, cabos y soldados veteranos. A este ejército seguirá otro todavía más
temible de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la jerarquía
eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y la intriga,
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar a la multitud; que
derramándose como un torrente, lo inundará todo arrancando las semillas y hasta las
raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas combatirán en el campo; y éstos,
desde sus gabinetes, nos harán la guerra por los resortes de la seducción y del fanatismo.
Así pues, no queda otro recurso para precabernos de estas calamidades, que el de
pacificar rápidamente nuestras provincias sublevadas, para llevar después nuestras
armas contra las enemigas; y formar de este modo soldados y oficiales dignos de
llamarse las columnas de la patria.
Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer mención de la necesidad
urgente que tenemos de cerrarle las puertas al enemigo, hay otras razones tan poderosas
para determinarnos a la ofensiva, que sería una falta militar y política inexcusable, dejar
de hacerlo. Nosotros nos hallamos invadidos, y por consiguiente forzados a rechazar al
enemigo más allá de la frontera. Además, es un principio del arte que toda guerra
defensiva es perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo siempre son
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así, no debemos, por ningún
motivo, emplear la defensiva.
Debemos considerar también el estado actual del enemigo, que se halla en una posición
muy crítica, habiéndoseles desertado la mayor parte de sus soldados criollos; y teniendo
al mismo tiempo que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La
Guaira, Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos, sin que se
atrevan a desamparar estas plazas, por temor de una insurrección general en el acto de separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen nuestras tropas hasta
las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla campal.
Es una cosa positiva que en cuanto nos presentemos en Venezuela, se nos agregan
millares de valerosos patriotas, que suspiran por vernos parecer, para sacudir el yugo de
sus tiranos y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la libertad.
La naturaleza de la presente campaña nos proporciona la ventaja de aproximarnos a
Maracaibo por Santa Marta, y a Barinas por Cúcuta. Aprovechemos, pues, instantes tan
propicios; no sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de España, cambien
absolutamente el aspecto de los negocios y perdamos, quizás para siempre, la dichosa
oportunidad de asegurar la suerte de estos estados. El honor de la Nueva Granada exige
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta sus últimos
atrincheramientos. Como su gloria depende de tomar a su cargo la empresa de marchar
a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia colombiana, sus mártires y aquel
benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores sólo se dirigen a sus amados
compatriotas los granadinos, que ellos aguardan con una mortal impaciencia, como a
sus redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas víctimas que gimen en las
mazmorras, siempre esperando su salvación de vosotros; no burléis su confianza; no
seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a
dar vida al moribundo, soltura al oprimido, y libertad a todos.
Cartagena de Indias, diciembre 15 de 1812.
Simón Bolívar
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