jueves, 29 de enero de 2015

La ciudad de San Petersburgo

 
El zar de todas las Rusias, Pedro I el Grande, en su afán por ser más europeo, quiere integrase a las potencias más occidentales (Sacro Imperio Romano Germánico, Francia, Gran Bretaña), pero su imperio, inmensamente extenso (17.000.000 de Km2), compartido entre dos continentes: Europa y Asia, está demasiado lejos de la acción, de la dinámica de los otros países y la capital, Moscú, aun más, él se siente como un gobernante de segunda y en su búsqueda de alternativas, decide reconquistar un territorio largamente perdido: Ingria, hoy San Petersburgo.

El zar Pedro I el Grande medita frente al mar Báltico sobre la creación de
la ciudad de San Petersburgo.
Autor Alexandre Benois (1916)

Ésta zona era ideal para su proyecto de expansión, no de un expansionismo de conquista, sino uno de influencia cultural, intercambio comercial y valor estratégico, por estar en la desembocadura del río Neva y en la costa del mar Báltico. El área en donde hoy se asienta la ciudad de San Petersburgo era una ciénaga y fue en la pequeña isla Zayachy (isla de conejos) en donde Pedro I comienza a construir la ciudad que lleva su nombre. Está en guerra así que lo primero que hace es construir un fuerte, la Fortaleza Pedro y Pablo, a la que más adelante se le va a construir la catedral del mismo nombre. Pero al estar en el delta de un río, todo era pantano y el zar se empeño en hacer de esto su capital imperial, y así como siglos atrás habían hecho los venecianos, él también decidió ganarle terreno al agua y obligó voluntariamente a miles de campesinos y prisioneros de guerra a talar árboles de los bosques cercanos e hincar los troncos, uno a uno, para crear las bases de la futura ciudad. Éste es un proyecto urbano que él desea ver antes de morir así que el trabajo fue redoblado y miles murieron en el proceso, pero esa era una época en que el fin justificaba los medios.



Método veneciano de hincar troncos
en el agua como cimientos estructurales.

Pedro I el Grande, de la dinastía Romanov, tuvo inicios difíciles en tiempos conflictivos, y con astucia logró imponerse junto a su hermano Iván y recuperaron el poder perdido, asentando su autoridad. Él tenía conocimiento del desarrollo urbano, cultural y artístico que transformaba al oeste de Europa y quería ser parte de eso, y ¿por qué no? ser ellos los que influenciaran a los otros. Pero su mundo estaba sumergido en un medievalismo que él se dispuso a cambiar, costara lo que costara. Dejó a su hermano a cargo y realizó un viaje de dos años por algunos reinos europeos viajando de incógnito, observando y aprendiendo, captando lo que él consideraba atrasaba a su pueblo, el tradicionalismo de las costumbres retrógradas de antaño. Obligó a todos los hombres a afeitarse las barbas o pagar un tributo, “El impuesto de las barbas”. Todos los que se le oponían prefirieron cancelar el impuesto y ser evidentes de su inconformismo, con lo que el zar obliga entonces, el afeitarse o la cárcel.

Cartel que ilustra la imposición del afeitarse las barba.
  

Moneda que certificaba que el portador
había pagado el "Impuesto a las barbas".

Modifica el calendario tradicional ruso y adopta el Juliano, que era el utilizado en todo el continente. En la actualidad utilizamos el Calendario Gregoriano, pero esa es otra historia para otro momento. También elimina los matrimonios obligados y exige el uso de la moda occidental, a lo que muchos abran visto como afeminada. Seguramente Pedro I pensaba que si se veían más occidentales, sus idiosincrasias se modificarían, algo así como “tú eres lo que comes”, pero en el momento fue más al estilo de “mono que se viste de seda, mono que queda”. El pueblo ruso en esencia era barbárico bajo los estándares y los deseos de Pedro pero él estaba seguro que con ésta nueva ciudad, alejada del resto de las ciudades rusas, la transformación se daría, así que en 1732 la convirtió en capital del imperio. Eventualmente el tan deseado cambio se dio, pero durante el reinado de la zarina Catalina I la Grande (1762 al 1796).

Pedro I el Grande a la moda europea.
Autor Paul Delaroche (1838)

Al estar allí residenciada la corte, el desarrollo urbano no tuvo paralelo y se construyeron palacios tras palacios, residencias lujosas e iglesias, intentándose transformar en la capital cultural del mundo occidental y casi lo logran, de no haber sido, ya en el siglo XX, por la imposición del régimen soviético de reconvertir en 1918 a Moscú en capital de la nación. Al ser San Petersburgo un nombre alegórico a la monarquía, se decide cambiarlo por Leningrado, algo más adaptado a la nueva realidad. Pero en ésta revolución social y política, sus edificios, museos, iglesias y palacios son sistemáticamente saqueados, por más que se intentó preservarlo como un ejemplo del despilfarro desenfrenado de la burguesía y del derroche de la monarquía moribunda. Con La Segunda Guerra Mundial la ciudad fue casi totalmente destruida en lo que se conoce como El sitio de Leningrado, pero resistió.

Mapa turístico de San Petersburgo en el que se destaca la
 Fortaleza de San Pedro y San Pablo.

 Hoy en día, a un poco más de veinte años del colapso soviético, San Petersburgo ha tenido un lento pero continuo protagonismo a causa del turismo artístico y cultural que maravilla con el esplendor de una época añorada: el Petergof (Palacio de verano de Pedro), el Palacio de Invierno, el Museo Hermitage, la Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada y ahora el Centro Lakhta y su inmensa torre, que al estar finalizada en el 2018 será el edificio más alto de Europa, con 463 metros de altura.

Ilustración del Centro Lakhta, en la que su finalización
está pautada para el año 2018.

La ciudad de San Petersburgo fue desde el principio el sueño añorado de un hombre, Pedro I el Grande, que con voluntad transformó un charco empantanado en una magnífica ciudad, que hoy está de cumpleaños.


Escrito por Jorge Lucas Alvarez Girardi

martes, 27 de enero de 2015

Alexander Selkirk el verdadero Robinson Crusoe



Siempre ha sido un tema muy atractivo cuando se lee de alguna persona que abandonada por años en una isla desierta es rescatada; es interesante cuando le pasa a alguien más y es uno el que lo lee, y más aún, cuando la persona en cuestión, de manera voluntaria es la que decide quedarse. Sus anécdotas pudieron haber inspirado la obra maestra de la literatura universal, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, publicada en el año 1718.

 
El personaje creado por Daniel Defoe, inspirado en Alexander Selkirk,
contaba con un compañero, al que él le pone el nombre de Viernes.

Alexander Selkirk era un inquieto e impulsivo escocés, quien, muy lejos de imaginarse en ser una inspiración para nadie, abandonó la seguridad de un próspero negocio de talabartería creado por su padre y su país natal, para aventurarse al mar, y no a cualquier mar, ni a cualquier trabajo, sino al Océano Pacífico y de pirata como profesión, al mando del capitán William Dampier.

 
William Dampier es considerado por los españoles
un pirata, pero para los ingleses él representa uno
de los mejores exploradores de todos los tiempos.
Circunvaló la Tierra en tres oportunidades.

Para esa fecha, principios del siglo XVIII, en el marco de La Guerra de Sucesión Española, la piratería era un trabajo honorable para el país, porque los bucaneros trabajaban para el reino de Gran Bretaña y ésta profesión era legal siempre y cuando robaran los botines de los barcos del enemigo: España y Francia, y pagaran, por supuesto, a la corona el respectivo impuesto.

 
La prematura muerte del rey Carlos II de España, el Hechizado,
a sus 38 años, sin haber logrado tener descendencia, desencadena
La Guerra de Sucesión Española, reavivando en Europa
las antiguas rivalidades entre la muy poderosa familia Habsburgo
y los Borbones.

Era el año 1704 y William Dampier era uno de esos capitanes, que impulsados por la codicia, ponía constantemente en peligro la seguridad de su tripulación y la de sus naves: la St George  y la Cinque Ports, dirigida ésta última por Selkirk, y a pesar de eso siempre corría con suerte, pero debido a las constantes imprudencias riesgosas de su capitán, Alexander Selkirk se le enfrentaba casi de manera continua, hablando él en nombre de una tripulación temerosa, pero Dampier no escuchaba, estaba enceguecido y deseaba acción.

 
La labor de un bucanero inglés en esa época no era sólo perseguir y saquear
barcos enemigos por sus tesoros, sino explorar y expandir la influencia
británica por todo el Mundo.

Intentando cruzar el Cabo de Hornos, en el extremo sur de Argentina, ambos barcos, el St George y el Cinque Ports tuvieron que enfrentar tres tormentas que debilitaron la estructura de éste último, pero, a pesar de la dificultad, lograron sortear el mal clima y cruzaron del otro lado del continente, al Océano Pacífico y a un mundo con inmensas posibilidades económicas. La tripulación, a punto de amotinarse, recurre a Selkirk como su portavoz, y mientras se abastecían en la isla desierta de Juan Fernández, hoy isla Robinson Crusoe, él le propone al capitán que les permita quedarse allí a la espera de otro barco británico que los rescate. El ultimátum de Selkirk no funcionó tal cual él se lo imaginó, al no recibir el apoyo esperado por sus compañeros, dejándolo a él sólo en tierra.

 
Mapa de la ruta tomada por el capitán William Dampier en su
Primera circunvalación a la Tierra, en la que destaca la posición
de la isla en donde queda abandonado Alexander Selkirk.
(Hacer clic sobre la imagen para ampliar)

No es de sorprendernos que un minuto después él ya se haya arrepentido de su precipitada decisión, pero ya era tarde y nadie regresó a buscarlo. Es de imaginar al pobre Selkirk gritando y saltando para llamar la atención de sus ex compañeros, pero ninguno volteó. Irónicamente, unos días después, el barco se hundió y muchos de sus hombres murieron en el naufragio.

 
El barco que piloteaba Selkirk, Cinque Ports, se hunde unos días después
en una tormenta como había predicho él.

Selkirk sólo tuvo tiempo de bajar unas cuantas cosas, ya que siempre se imaginó que su espera iba a ser corta. Por días escrutó el horizonte y no vio nada. Su existencia en la costa fue miserable, sin ninguna comodidad, y le daba miedo adentrarse en la isla, hasta que llegaron las morsas y se apropiaron de su espacio, obligándolo a buscar refugio en la selva. Una vez establecido se encontró una cantidad de animales no autóctonos del lugar pero que se habían escapado de otras embarcaciones y que le sirvieron de alimento, como las cabras. Los días pasaron y la soledad y la desesperación hicieron mella y no hubo un día en que no considerara el suicidio.

 
Para contrarrestar la soledad lee la Biblia. 

En las noches las ratas mordían su cuerpo, así que Selkirk hubo de hacer nuevas amistades, gatos salvajes a los que atrajo con carne de cabra. A medida que pasaron los años las cosas que llevó con él se deterioraron y tuvo que usar su imaginación para sobrevivir. En dos oportunidades barcos españoles llegaron a la costa pero él tuvo que esconderse para no ser apresado y colgado por pirata.

 
El instinto de supervivencia siempre fue mayor al de su enloquecimiento
ocasionado por la más extrema soledad. De ser capturado por el enemigo
hubiese representado la muerte inmediata bajo cargos de piratería.

Finalmente en 1709 un barco inglés apareció en el horizonte y Selkirk como un loco salvaje corrió por toda la isla para llamar la atención de los marineros y poder ser rescatado. Irónicamente en ese barco iba su antiguo capitán, William Dampier, quién destituido de su rango ahora era tan sólo el piloto timonel.

 
Momento en el que Selkirk, tras ser rescatado, es llevado al barco de su
salvación.

Cuatro años y unos meses después retornaba a la civilización y su suerte mejoró cuando ayudó al capitán del navío Duke, Woodes Rogers, a capturar un barco mercante español. Retornó a Escocia como un hombre rico, pero nunca se logró adaptar luego de su experiencia y regresó al mar muriendo unos años después de fiebre amarilla, a sus 45 años de edad.

 
El capitán Woodes Rogers es nombrado años después el primer gobernador
de Las Bahamas.

Sus anécdotas, escritas unos años después por Richard Steele, fueron muy populares y se cree que el escritor Daniel Defoe se inspiró en ellas para escribir su popular obra, Robinson Crusoe, en 1718.

 


Hoy en día una de las islas del archipiélago lleva su nombre: Alexander Selkirk.

La isla Juan Fernández, perteneciente a Chile, hoy muy poblada, fue el
lugar de residencia de Selkirk por más de cuatro años.


 Escrito por Jorge Lucas Alvarez Girardi

 
 

 
 

 

lunes, 19 de enero de 2015

Ana de Cleves, la cuarta esposa de Enrique VIII


¿Sabías qué? Ana de Cleves, la cuarta esposa de Enrique VIII, rey de Inglaterra, generó sin saberlo, la caída en desgracia del hombre más poderoso del reino, el Primer Ministro Thomas Cromwell, por culpa de un cuadro.
Corre el siglo XVI y Enrique VIII Tudor, divorciado de su primera mujer, Catalina de Aragón, viudo de la segunda cuando ordenó su decapitación, Ana Bolena y viudo de la tercera, Jane Seymour, a consecuencia del parto de su ansiado hijo varón, planea su siguiente matrimonio para así afianzar su descendencia. 

Enrique VIII pintado por Hans Holbein el Joven.
Galleria Nazionale d´Arte Antica, Roma

El Primer Ministro, Thomas Cromwell, para consolidar el poder monárquico de la dinastía Tudor, instiga para concertar un matrimonio ventajoso en el ámbito internacional que le pueda dar un equilibrio a su rey, razón por la cual comienza a revisar la lista de princesas solteras para contraer nupcias con Enrique VIII, en un reino desangrado por la violencia religiosa, debido a su distanciamiento con el papa y la Iglesia Católica al crear la Iglesia Anglicana con el mero fin de poder divorciarse de su primera esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos de España y tía del muy poderoso emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V. 

Thomas Cromwell pintado por Hans Holbein el Joven
Frick Collection, Nueva York

El nombre que destaca en la lista es Ana de Cleves, quien a sus 25 años de edad no está casada ni comprometida para casarse y es hija de Juan III, poderoso duque del condado de Cleves, relación que a su vez traerá beneficios económicos para Inglaterra, pero nuestro rey la quiere conocer así que llaman al artista Hans Holbein el joven, para que haga un retrato de ella y Enrique VIII la apruebe. Thomas Cromwell se asegura en darle instrucciones al pintor para que agracie a la candidata como si de Photo Shop se tratara. A su regreso el cuadro le es presentado al rey y entusiasmado por lo que vé, acepta el compromiso, a pesar que el matrimonio estaba condicionado a un contrato.

Ana de Cleves pintado por Hans Holbein el Joven
Museo del Louvre, París

Exaltado por conocer a su futura esposa, Enrique VIII se traslada a la ciudad de Rochester para recibir a Ana de Cleves, la ve y de inmediato lo embarga la decepción, la mujer que él creía no lo es.

La verdadera Ana de Cleves pintada por Barthel Bruyn
Trinity College, Cambridge

Enfurecido debe de cumplir con el sacramento ya que había dado su palabra y firmado un documento, y el no cumplirlo debilitaría aun más su imagen internacional y afectaría las relaciones con su nuevo aliado, el Sacro Imperio Romano Germánico. El matrimonio se realiza pero él nunca consuma el acto sexual o eso fue lo que argumentó cuando unos meses después solicita la anulación. Pero no olvidaría el engaño y su Primer Ministro, Thomas Cromwell, pagó las consecuencias y fue decapitado el mismo día que Enrique VIII contraía nupcias con su nueva esposa, la quinta, Catalina Howard.
Desde mi punto de vista el cuadro de Ana de Cleves, pintado por Hans Holbein el Joven, debería ser uno de los más importantes en la colección del Museo del Louvre, cuantas pinturas se dan el lujo de haber sido claves en la historia de un país y además, gracias a ella un hombre perdió su cabeza, pero en cambio está exhibida en una sala recóndita, muy poco transitada.

Escrito por Jorge Lucas Alvarez Girardi

martes, 13 de enero de 2015

Olympia de Edvard Manet


En la antigüedad, cuando no disponíamos de todo lo que visualmente hoy nos entretiene y distrae, como la televisión, el cine, el internet, la prensa, la radio y más reciente, nuestro teléfono, las personas se recreaban yendo a exposiciones para ver los cuadros, estos entretenían y les trasmitía de inmediato una narrativa visual, una mezcla interesante entre el tópico expuesto y el estado de ánimo del pintor, en la que a través de las pinceladas, los colores escogidos, la composición y disposición de los personajes u objetos, uno podía interpretar, entender e incluso especular, porque eso sí, para muchos artistas, la participación del espectador en la dinámica de la obra era esencial.

Hoy lastimosamente cuando vamos a un museo o galería, nuestra mente no nos acompaña a lo largo de toda la estadía, pronto se distrae con nuestros gadgets personales y aunado al no estar entrenados para observar, perdemos el trasfondo de lo que estamos viendo, más allá que por lo general  hay tanto que ver, que sólo vemos imágenes, ni siquiera nos acercamos para leer el título o el nombre del autor. A mí me ha pasado y la razón es porque somos hijos de otra generación, pero mi estrategia es concentrarme sólo en algunas obras, las que nos llamen la atención y ver, no sólo el personaje central, sino el entorno, los colores y los detalles, todo está en los detalles.

Vamos a tomar una obra como ejemplo: Olympia, del artista francés Édouard Manet (1832-1883), al cual muchos consideran el padre del impresionismo, menos él mismo. La pintura en cuestión fue pintada por Manet en 1863 para presentarla en El Salón de los Rechazados de ese mismo año, salón éste que marcó el inicio de las vanguardias artísticas y la separación definitiva entre ellas y la pintura conservadora de la Escuela de Bellas Artes, obras que se presentaban en El Salón de París, pero prefirió no hacerlo, ya que el salón oficial representaba más estatus y por ende clientes más adinerados. 


Museo D´Orsay, París (190 cm x 130 cm)

Al ver la pintura, los conocedores del arte de inmediato hacen referencia a la evidente inspiración que tuvo nuestro artista en una obra de otro pintor mucho más antiguo y consagrado: La Venus de Urbino de Tiziano creada en 1538.

Galería de los Uffizi, Flrencia, Italia (165 cm x 119 cm)

Si comparamos la ambientación de los dos cuadros, el de Tiziano es en pleno día, pero en cambio el de Manet se desarrolla en la complicidad de la noche o al menos eso es lo que percibimos. Si viviéramos en París del siglo XIX podríamos intuir por el nombre de la obra, que se trata de una prostituta, Olympia, en contraste a Venus, la diosa de la sexualidad y la belleza; una brecha muy grande entre las dos mujeres, lo que causó mucha indignación y escándalo, pero fue eso lo que la hizo popular y que destacara sobre los otros miles de cuadros expuestos.

Si nos fijamos, las blancas sábanas están impecables y la sirvienta trae un ramo de flores, uno costoso, por lo cual podemos interpretar que los clientes son adinerados. Pero más allá de lo evidente, insisto, están los detalles, que hace que el cuadro aun sea mucho más interesante: la orquídea en la cabeza es símbolo de lo erótico y lo sexual, ya que se creía ésta flor poseía poderes afrodisíacos, en una época en donde el viagra era un sueño imposible.



Ella sólo calza un zapato, lo que representa la inocencia perdida, pero que lo calce sobre la cama también es sinónimo de fetiche, pero lo más importante y es lo que nos da la pista en la dinámica del cuadro es el gato negro, a diferencia del perro dormido a los pies de Venus en el cuadro de Tiziano que representa la pasión dormida o apaciguada; en el Renacimiento el incluir un perro en una obra era sinónimo de lujuria, no en vano aun se dice “echar los perros”, pero con el pasar de los años el significado cambió a fidelidad. 



El gato en el siglo XIX es interpretado como perverso, misterioso, promiscuo, por eso está allí, con una prostituta, pero es el hecho que esté estirándose lo que nos indica que hay alguien más en la habitación, el cliente, que entró y se acerca a ella…




… Olympia, y ella lo mira de frente, pero es a nosotros, convirtiéndonos en el cliente, no importando la edad, género o condición, ahora somo cómplices de su promiscuidad.



Escrito por Jorge Lucas Alvarez Girardi